domingo, 30 de julio de 2017

Historias de Vampiros. Parte 3 de 3. Conclusión inconclusa

Aquellas semanas fueron, a falta de una palabra mejor, "mágicas". La casa era en realidad un palacete abandonado por una familiar venida a menos que había desaparecido unos 30 años atrás sin dejar descendencia, por lo que terminó convirtiéndose en el hogar de Álex, y ahora en el mío.

El día lo pasaba en la casa, investigando por mi cuenta (algo que ya el primer día dijo que podía hacer) las numerosas salas y los decrépitos muebles y cuadros que dejaron los antiguos dueños.

Pero la noche... la noche era mucho más especial y satisfactoria. Bajo las siempre vigilantes estrellas, Álex y yo recorríamos campo, montañas y ríos, cada noche en una dirección distinta, para buscar de qué alimentarnos. En un primer momento el disfrute no distó mucho del de aquella noche, pero Álex pronto me enseñó a estudiar el objetivo, acecharlo y disfrutar de él lo más posible. También me mostró las diferencias de olores entre sexos, edades y razas, así como a diferenciar el olor de cualquier otro animal al humano.

Pero en aquellas semanas también aprendí una lección importante: la razón de que los vampiros no salgan (salgamos) a la luz del sol. No es que nos convirtamos en polvo, como dicen en libros y películas humanas, sino que nos quemamos. Curiosamente, una exposición de un minuto o menos al sol nos hace el mismo daño que a un humano meter durante al menos cinco minutos la mano en una hoguera.

Esto lo aprendí al segundo día de estar allí. Álex olvidó indicarme ese detalle (no me sorprendería nada que lo hubiera hecho adrede), por lo que decidí correr los grandes cortinajes de uno de los saloncitos para poder verlo a la luz del sol, sin conocer las consecuencias que ello podía tener. Tan pronto un rayo de sol tocó mi piel, sentí un dolor intenso allí donde se había posado la luz que, por otra parte, había logrado cegarme en unos segundos. No sé cuánto duró esa tortura, pero de algún modo pude apartarme de allí y salir al pasillo.

Tardé casi una hora en recuperar del todo la vista y, a pesar de que ahora me curo con rapidez, esa noche aún quedaban marcas de quemaduras en mi rostro, sobre las que Álex no hizo ningún comentario.

Gracias a ese incidente aprendí a temer al sol y a amar la luna, cuya luz adquiría nuevas dimensiones al mirarla con mi vista agudizada.

Aquellas semanas en el palacete en compañía de Álex fueron para mí algo así como el paraíso. Pero al igual que les sucedió a Adán y Eva en el Edén, la felicidad no fue eterna.


Pues esto es todo de esta historia. Quizá en un futuro la retome, pero quizá no. Quién sabe...

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