sábado, 29 de julio de 2017

Historias de vampiros. Parte 2 de 3. El despertar

Mi mente se llenó en cuestión de segundos de retazos de todas las historias que había escuchado a lo largo de mi vida relativas a los vampiros. Me estremecí de puro terror, ya que no recordaba una sola en que la víctima sobreviviese.

Es posible que quien lea esto piense que sobreviví, pero yo no estoy de acuerdo. Si bien mi corazón continúa bombeando sangre a través de mis venas, lo hace de un modo muy distinto a como lo hacen los de todas las criaturas vivas, aunque si me preguntaran creo que no podría precisar en qué radica esa diferencia.

Recuerdo haber oído en alguna parte que hechizan a sus víctimas de manera que se quedan petrificadas sin huir ni gritar debido a la atracción, tal vez sexual, que les hacen sentir, pero ese no era mi caso, como no creo que ocurra en la realidad. Lo que me mantenía en pie, callada e inmovilizada era el terror, yo no la atracción sexual. Eso es algo más propio de los cuentos de hadas, aunque lo que sucede después no tenga mucho en común con ellos.

Lentamente, disfrutando con antelación del banquete, fue abriendo la boca y aproximándola a mi cuello. Lamió mi piel anticipándose al sabor de mi sangre, abrió más los labios y clavó sus colmillos en mi yugular. Noté cómo succionaba mi sangre, pero los siguientes minutos apenas los recuerdo sino con niebla.

En algún momento a partir de entonces debió de llegar Álex, poniendo fin a ese sufrimiento por otro aún mayor, por razones que aún no acierta a comprender.

Le empujó, y él debió de pensar que ya había bebido mucho, o tal vez imaginó un peligro que realmente no corría; el caso es que, sin luchar, se alejó de allí corriendo a gran velocidad (mayor que la de un humano, y mayor que la mía desde entonces).

Yo, entretanto, había resbalado hasta el suelo en cuanto me lo quitó de encima, semiinconsciente a causa de la pérdida masiva de sangre de la que había sido objeto. No tenía fuerzas suficientes para moverme ni un milímetro, ya fuera para intentar escapar o para defenderme. Como tampoco tenía fuerzas para apartar mi mirada de Álex, ni aun cuando se arrodilló junto a mí, pasó suavemente sus dedos por las heridas sangrantes de mi cuello y aproximaba también su boca. Esperé sentir otros colmillos rasgándome la piel; sin embargo, fue su lengua la que me rozó una, dos, tres veces abrasándome, quemándome por fuera y por dentro.

Era tal el dolor que sentía que tardé en darme cuenta de que ya no estaba pegado a mí, sino que se hallaba de cuclillas unos pasos más allá, observando mi transformación. Había en su rostro (humano por completo, al menos en aquel momento) cierto toque de curiosidad, lo que unido a sus rasgos redondeados daba al conjunto un aire aniñado. No entiendo por qué se me pasó ese pensamiento por la cabeza. La siguiente vez que le vi (y todas las demás desde entonces) me pareció duro, peligroso, aunque no tanto como aquél otro. Pero en aquel momento me pareció más como un niño observando el resultado de su trabajo sin saber bien cómo será que un peligroso y sanguinario vampiro.

Quizá el que no me matara influyó en esa primera impresión. Quizá.

Sólo sé que en mi siguiente recuerdo, sin duda posterior al fin de mi transformación, él continuaba allí. Le vi al abrir los ojos, que ne algún momento anterior mantuve cerrados, pero le vi de algún modo diferente, al igual que me sucedió cuando observé la oscuridad de esta zona de la calle. Me levanté apoyando la espalda en la pared, sin comprender la razón de que no sintiera dolor alguno.

Sin apartar la mirada de Álex, que se había levantado al mismo tiempo que yo, moví con cautela mi mano derecha y toqué mi cuello. Con un sentido del tacto más desarrollado, posé dos de mis dedos (que se me antojaron más largos y fuertes que antes) sobre la herida ya cicatrizada, prueba del mordisco del vampiro.

También mis otros sentidos se había agudizado. Mis oídos detectaron un corazón cerca de mí. No el de Álex, sino un corazón que bombeaba la sangre del modo en que lo hacen los vivos... Un corazón bombeando sangre fresca, como las tres gotas de sangre (de mi sangre) que aún brillaban bajo la luz de las estrellas sobre mi blusa. Una leve brisa permitió que mi olfato captara un olor que me hubiera parecido nauseabundo en otras circunstancias, en caso de que no estuviera hambrienta.

Mi vista, aguda pese a la oscuridad, localizó al fin aquello que mis otros sentidos examinaban en busca de más información. En ningún momento dejé de ser consciente de que Álex (cuya identidad aún desconocía) no apartaba sus ojos de mis movimientos, por mínimos que éstos fueran, pero no me importó. Deseaba. No. Ansiaba comprobar si mi sentido del gusto también había cambiado.

Aquella vez fue especial por tratarse de la primera, por lo que apenas planeé cómo llevarlo a cabo. Sólo me dejé llevar por mis instintos, por la necesidad de saciar mi sed.

Pronto un líquido cálido y al mismo tiempo refrescante llenó mi boca y se deslizó por mi garganta, cual divina ambrosía. Bebí de aquello tratando de saciarme, sin preocuparme porque mi ansia no me permitía disfrutar en condiciones, ni tampoco el peligro de ser descubierta cruzó por mi mente. Sólo cuando lo hube agotado se me ocurrió pensar en ello, aunque tampoco le di importancia.

¡Cuán satisfecha me hallaba tras haberme saciado con aquel brebaje de dioses! Sólo entonces miré, y observé, al recipiente de lo que tanto había calmado mi sed.

No debía tener más de seis o siete años, y era tal la lividez de su rostro, las greñas de su pelo y la suciedad de sus harapos y de sus desnudos pies que, pese a mi agudeza visual, me resultó imposible determinar su sexo. Tampoco es que me importara, como no me importó en demasía su corta edad o el hecho de que su corazón no volvería a bombear vida por sus venas.

Tampoco me importa ahora, aunque procuro no alimentarme de niños indefensos. Después de todo, ¡ellos son el futuro! Si todos nos alimentáramos de tiernos infantes, la raza humana acabaría pronto exterminada, con lo cual también nosotros pereceríamos. Por eso es mejor dejarles crecer, que se reproduzcan (o al menos alcancen la edad de hacerlo) y sólo entonces adelantar su muerte para atrasar la nuestra... si es que morimos, claro.

No sé cuánto tiempo pasé contemplando el ahora frío cuerpo hasta que levanté la cabeza y la clavé en la mirada de Álex.

Supongo que no es necesario mencionar de nuevo que su aspecto no tenía nada de infantil. Ahora veía mucho mejor las sombras de su rostro, su tonalidad pálida y sombría. Al ver que le observaba me obsequió con una extraña sonrisa. Con un gesto me invitó a seguirlo y echó a correr, y yo tras él, movida por una especie de... necesidad, aunque no sé muy bien qué era exactamente aquello de lo que sentía necesidad.

Aquella fue mi primera carrera nocturna a gran velocidad. Recorrimos la ciudad hasta las afueras en poco tiempo, y continuamos corriendo varias horas más. No comprendía la razón de que no me cansara, ni le daba importancia al fugaz pensamiento de que aquello no podía ser real. Tan solo corría, disfrutando del viento en mi cara como nunca antes lo había hecho.

Hasta que todo terminó; la carrera, el viento, la sensación de felicidad y libertad... todo. No sé muy bien cómo, ya que mi sentido de la orientación era más bien nulo en aquel momento, pero Álex sabía dónde estábamos y que el viaje había terminado.

Atravesamos una vieja cancela de hierro oxidada, cuyos barrotes acababan en punta (algunos torcidos, otros con restos de... ¿carne? aún enganchados en ellos). Extrañamente no chirrió cuando Álex la hizo girar sobre sus goznes para permitirnos el paso, ni tampoco cuando volvió a cerrarla, enganchando en lo que antes fuera la cerradura una cadena que unió las dos hojas de la puerta de manera silenciosa.

Fue entonces cuando escuché su voz por primera vez. No se parecía a nada que hubiese escuchado antes, era... no sé describirlo. Tal vez en otras circunstancias habría dicho que pertenecía a un ángel aunque, obviamente, él no era tal cosa. Recuerdo a la perfección cuáles fueron sus palabras, y aun hoy, si cierro los ojos, puedo ver en mi mente su feliz rostro al pronunciarlas (expresión que no recuerdo haber visto en su cara desde entonces): "Bienvenida a casa"

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